Más de uno lo hemos pensado, ¿a que sí? Pues atentos a esta historia que voy a contarles para volver a aburrirles una vez más con mis anodinas experiencias vitales.
Estaba yo a eso de las 5 de la mañana matando zombies- entiéndase, en la pantalla del televisor- cuando tuve que poner en pausa el juego a riesgo de sufrir un shock embólico. Y es que uno de los zombis que se acercaba a mí era mi profesor de matemáticas de bachiller. Vamos, era exactamente su versión zombie, es decir, un poco más pálido que en la realidad, pero por lo demás, clavadito.
Teniendo en cuenta que siempre fuí un alumno aventajado de altas notas y consiguientes sopapos a la salida de clase y que las matemáticas fue la única asignatura que se me atravesó en el bachiller ostentando el honor de ser la única que tuve que recuperar en septiembre, pueda pensarse que algo de psicologismo cutre o proyección del subconsciente pueda haber en el caso.
Pero no. Aseguro que ese zombie no es una proyección mental mía a santo de un inmerecido suspenso. Aparte de que llegaría con quince años de retraso –aunque vete tú a saber si yo tengo el subconsciente más saturado que los juzgados de Plaza Castilla y los casos de neuras salen a flote con el mismo retraso que las operaciones por quistes de la seguridad social- puedo asegurar -y aseguro- que a ese zombie lo vi con los ojos de la cara, no con los del inconsciente.
Total, que una vez sobrepuesto del consiguiente susto, volví a reanudar el juego y con más ganas si cabe, estrellé un extintor contra la cabeza de mi profesor de matemáticas, que reventó en el acto.
¿Y las de horas de psicoterapia que me he ahorrado en un posible futuro?
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