domingo, 13 de septiembre de 2009

El Señor de las Moscas

Me disponía a pasar la tarde en la provechosa tarea de librar al mundo de mutantes asesinos desde el sofá de mi salón cuando el teléfono sonó.

Al parecer me habían estado intentando localizar para llevarme a comer a la finca de un señor dispuesto a poner unos cuantos miles de euros en una película que yo escribiría y dirigiría.

Siento decir que soy tan egoísta como para dar prioridad a eso antes que a salvar el mundo así que dejé el planeta a merced de los monstruos y me dirigí al punto de encuentro.

Ya antes me habían hablado de este señor, de edad incierta, que estaba dispuesto a aflojar una millonada a favor del arte. Me habían descrito su mansión, adornada con figurillas de carne y hueso que incluso atendían a nombres (extraños, eso sí) que dedicaban sus existencia a hacer la del señor de la casa más agradable. Me hablaron de su gloriosa piscina, de sus hectáreas, de sus cochazos...

En fin, casi estaba yo convencido de que me dirigía a Falcon Crest cuando por el camino nos perdimos. Evidentemente, llegar a Falcon Crest no es fácil. Habíamos quedado para comer y aparecimos a eso de las cuatro y media de la tarde.

En efecto, tras varias vueltas por el pueblo cercano -que parecía sacado de una novela de Stephen King donde fueras por el camino que fueras siempre acababas en la misma placita abandonada- llegamos a la verja de la mansión.

Lo que me describieron como mansión yo lo encuadraría más bien en la categoría de “parcelita dominguera con piscina” pero bueno, el hecho de que el mayordomo nos recibiese a la puerta le daba una estrella Michelín más al asunto.

El mayordomo era un dominicano la mar de agradable de unos veintipocos años que funcionaba con mando a distancia. Sí, el concepto de mando universal cambió ese día para siempre en mi mente, ya que el señor de la casa sólo tenía que usar un aparatito para que el buen hombre viniese e hiciese exactamente lo que se le pidiese, desde servir el aperitivo a espantar las moscas.

Comimos al aire libre.

Y ese día aprendí muchas cosas sobre los súper ricos. Lo primero es que Dios, en efecto, los odia. “Antes pasará un camello por el ojo de una aguja que un rico entrará en el reino de los cielos”. Dios se la tiene jurada, desde luego. Durante nuestra “agradable velada” el todopoderoso nos mandó la versión de sobremesa de lo que debieron ser las siete plagas de Egipto: huracanes, un sol achicharrante, una plaga de moscas.

Jamás en mi vida había visto tantas moscas. En ocasiones la comida desparecía debajo de la capa de insectos hambrientos que pretendía devorar los manjares que nos servía aquel buen hombre (me refiero al mayordomo). A veces el sirviente aparecía y se llevaba la comida de la mesa.
- ¿Por qué te llevas la comida? –le preguntaba su... ¿amo? ¿cómo se dice?
- Por las moscas –al fin escuché por primera vez en mi vida esa frase usada de modo completamente justificado.
- Pues tú eres la peor mosca de todas, porque ellas por lo menos no se llevan la comida.

Y aquel buen hombre dejaba sobre la mesa los manjares para degustación de los invertebrados de toda la comarca.

Las ráfagas de viento que nos azotaban obligaron también a ese buen hombre –cuya parcelita en el cielo será la envidia del resto de difuntos- a traer tomos enciclopédicos de la biblioteca con los que sujetar las mesas y sillas para evitar que volasen a otras latitudes.

Aparte, continuamente teníamos que mover la mesa (con todo lo que sobre ella habitaba, incluídas las moscas) para evitar al sol y situarnos bajo la pobre sombra que nos daba un triste toldo que hacía lo que podía contra la ferocidad ultravioleta del astro rey.

El bronceado formaría parte del menú, supuse.

La comida se extendió hasta eso de las nueve de la noche, horas interminables de moscas y tornados en las que el señor millonario nos deleitaba contándonos sus batallitas y sacando el mando a distancia para llamar a sus sirvientes literalmente para nada.
- ¿Quería algo el señor?
- No, nada.
Querría hacerlos pasear no fuera que se oxidasen y ya habría prescrito el período de garantía o se le habría perdido el ticket de compra para posibles devoluciones en el mercado de esclavos de la comarca.

Otra cosa que aprendí es que tener dinero es el equivalente a tener talento. Este hombre hacía de todo: escribía cuentos, guiones, artículos, producía películas... y si nadie se los publicaba inventaba editoriales o revistas donde imprimirlo todo. Y si nadie lo premiaba se inventaba un festival donde se daba premios a sí mismo y a sus creaciones.

Debe estar bien eso de tener tanto dinero.

Porque, por supuesto, este hombre vive en esa burbuja en la que todos nos imaginamos a los ricos. Donde todo el mundo le sonríe y le aplaude sus creaciones por más lamentables que éstas sean. Y me incluyo. Nos deleitó con un relato ingenuo y pretencioso que él mismo llamaba a ser “el nuevo Principito” pero que no iba a tener más trascendencia literaria que la guía QDQ aunque todos –y me incluyo- nos deshacíamos en alabanzas ante semejante obra maestra.

El culmen de la tarde-noche fue cuando sacó un guión cinematográfico escrito por él mismo donde la desproporcionada cantidad de faltas de ortografía era lo único a destacar y me desafió a que le diese mi opinión. Mientras yo pasaba las páginas esperando encontrar en algún momento un “TODO ESTO ES UNA BROMA, SONRÍE A LA CÁMARA” él soltaba perlas del tipo:
“¿A que nunca habías visto un guión así?”
Vaya que no. Afortunadamente.
Ó: “Ése es el tipo de guión que quiere un director”.
¿Para su chimenea?
Lo cierto es que aparte de mal escrito y redactado las acotaciones eran cualquier cosa menos cinematográficas. Como si hubiesen puesto trozos de una novela de baratillo y las hubieran colocado entre diálogos impronunciables.

Terminamos la jornada a eso de las once de la noche sin llegar a ningún acuerdo claro. Él hablaba, hablaba y hablaba (se podrían haber llenado cuatro pantanos con la saliva que ese buen hombre derrochó) pero sin concreciones. Prácticamente no hablaba de otra cosa que no fueran sus escritos y sus grandes logros artísticos. Y quedamos en que volveríamos a vernos para concretar.

Esa cita nunca llegó. Jamás llegamos a un acuerdo al respecto. Y creo que me alegro de ello. No sé si hubiese podido soportar más veladas como aquella. La verdad, si ése es el precio a pagar por hacer una película, prefiero quedarme en casa salvando al planeta de los mutantes.

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