Fuimos a París a uno de esos mercados de cine que,
básicamente, consisten en intercambiar tarjetas de visita con señores y señoras
de todo el mundo que luego nunca devuelven las llamadas. Como los amores de
verano o de San Fermines.
La llegada a la ciudad del amor fue de lo más normal hasta el aterrizaje del avión, a partir de ahí la cosa se empezó a complicar. El aeropuerto de París que no es Charles de Gaulle (no recuerdo el nombre, ni falta que me importa) es de todo menos intuitivo, queríamos coger el tren y siguiendo las indicaciones dimos tres vueltas por el aeropuerto. Los Starbucks son todos iguales, lo sé, pero juro que pasamos por el mismo cuatro veces.
La llegada a la ciudad del amor fue de lo más normal hasta el aterrizaje del avión, a partir de ahí la cosa se empezó a complicar. El aeropuerto de París que no es Charles de Gaulle (no recuerdo el nombre, ni falta que me importa) es de todo menos intuitivo, queríamos coger el tren y siguiendo las indicaciones dimos tres vueltas por el aeropuerto. Los Starbucks son todos iguales, lo sé, pero juro que pasamos por el mismo cuatro veces.
Finalmente, llegamos a una casetilla digna de la feria de abril de Sevilla con
maquinitas que dispensaban billetes de tren para la ciudad. Ni que decir tiene
que no echamos menos de veinte minutos en obtener los tickets. Primero quise
pagar yo con tarjeta, me la rechazaba, después lo intentó mi compañero de
fatigas, acompañante en esta aventura y productor de mi película... y nada. Finalmente,
tuve que sacar toda la calderilla que llevaba en el bolsillo, en el fondo de la
maleta y casi que tuve que ponerme a pedir en la puerta porque aquella máquina
tan moderna que decía aceptar hasta huellas dactilares para el pago, sólo
admitía al final monedas de euro. Fenomenal todo.
Vale, ya tenemos el billete, ahora sólo falta encontrar el tren. Hartos de seguir indicaciones que parecieran estar colocadas por monos disléxicos decidimos preguntar en "Information/Information" (fíjate qué multilingüe todo que lo rotulaban en inglés y francés, para que no hubiese confusión posible). Allí una señora muy amable (nótese la ironía, en Francia se acepta el término amabilidad aplicado a una persona a partir de que ésta no te escupa en la cara) nos dijo que el tren se cogía en el mismo sitio donde habíamos sacado el billete. En efecto, volvimos y había un callejoncillo escondido que bien podía llevar a Hogwarts o al andén.
Cogimos el tren, y en esto todo bien. Había que hacer trasbordo con el metro. Y ahí siguió la diversión.
Vale, ya tenemos el billete, ahora sólo falta encontrar el tren. Hartos de seguir indicaciones que parecieran estar colocadas por monos disléxicos decidimos preguntar en "Information/Information" (fíjate qué multilingüe todo que lo rotulaban en inglés y francés, para que no hubiese confusión posible). Allí una señora muy amable (nótese la ironía, en Francia se acepta el término amabilidad aplicado a una persona a partir de que ésta no te escupa en la cara) nos dijo que el tren se cogía en el mismo sitio donde habíamos sacado el billete. En efecto, volvimos y había un callejoncillo escondido que bien podía llevar a Hogwarts o al andén.
Cogimos el tren, y en esto todo bien. Había que hacer trasbordo con el metro. Y ahí siguió la diversión.
Te juro que todo, cada palabra que escribo, es total y absolutamente cierto.
Llegamos al andén del metro, y bien podíamos habernos subido al tren... Pero cometimos el error de preguntar a una funcionaria cómo iba el tema de los tickets, y nos dijo que teníamos que volver a salir de la estación y conseguir los billetes en las máquinas expendedoras de fuera. De nuevo recolección infinita de monedas, y salir cargados con las maletas de la estación para volver a entrar.
Y además, ese día coincidía con una huelga de taxis. No daré aquí y ahora mi opinión sobre los taxistas por si alguno me lee, pero casi que le diría que dejase de leerme y acudiese a una clínica a ser esterilizado por el bien de la humanidad.
Total, que aquello estaba a reventar de gente. En Francia si hay algo que sobra más que amor son chonis y canis. Y mientras esperábamos el metro teníamos una pareja de esta especie justo delante. Estaban justo al borde del andén, y una funcionaria se acercó a pedirles que por favor no se parasen tan cerca del paso de los trenes. Ni que decir tiene que la señorita choni francesa no accedió de buen grado a la sugerencia, sino que se puso a gritar como una energúmena a la funcionaria, de modo que ésta tuvo que llamar a seguridad. El segurata que llegó es cierto que era todo amabilidad pidiendo a la señorita choni energúmena parisina (es que no llegué a captar su nombre en medio de la civilizada conversación) pero no fue para nada correspondido en este respecto, por lo que se acabó rindiendo y dejando a la señorita choni testaruda francesa energúmena chillona al borde del andén y en su mirada adiviné que incluso la hubiese ayudado con un empujoncito a disfrutar la experiencia desde las mismas vías.
Llega el metro, nos montamos, y en la tercera estación el tren se estropea. Y los viajantes, que como ganado íbamos rebozados en ese vagón, fuimos amablemente expulsados del mismo a una estación al aire libre, al sol (a esas alturas, si el cuerpo se compone en un 75% de agua, el nuestro lo era en un 98/99 %), hacinados a esperar el siguiente metro.
El siguiente -que pasó unos diez minutos más tarde- venía tan lleno que no pudo subir nadie.
Por cierto, debo añadir que yo no hablo ni una palabra de francés más allá de oh la lá, foie y Truffaut. Esto hacía aquella experiencia aún más emocionante puesto que jamás entendía nada de lo que salía por megafonía ni por la boca de las hordas sudorosas que me rodeaban. Bien podían estar insultándome (y probablemente lo hicieron en multitud de ocasiones) que no me enteraba de nada.
Llegamos al andén del metro, y bien podíamos habernos subido al tren... Pero cometimos el error de preguntar a una funcionaria cómo iba el tema de los tickets, y nos dijo que teníamos que volver a salir de la estación y conseguir los billetes en las máquinas expendedoras de fuera. De nuevo recolección infinita de monedas, y salir cargados con las maletas de la estación para volver a entrar.
Y además, ese día coincidía con una huelga de taxis. No daré aquí y ahora mi opinión sobre los taxistas por si alguno me lee, pero casi que le diría que dejase de leerme y acudiese a una clínica a ser esterilizado por el bien de la humanidad.
Total, que aquello estaba a reventar de gente. En Francia si hay algo que sobra más que amor son chonis y canis. Y mientras esperábamos el metro teníamos una pareja de esta especie justo delante. Estaban justo al borde del andén, y una funcionaria se acercó a pedirles que por favor no se parasen tan cerca del paso de los trenes. Ni que decir tiene que la señorita choni francesa no accedió de buen grado a la sugerencia, sino que se puso a gritar como una energúmena a la funcionaria, de modo que ésta tuvo que llamar a seguridad. El segurata que llegó es cierto que era todo amabilidad pidiendo a la señorita choni energúmena parisina (es que no llegué a captar su nombre en medio de la civilizada conversación) pero no fue para nada correspondido en este respecto, por lo que se acabó rindiendo y dejando a la señorita choni testaruda francesa energúmena chillona al borde del andén y en su mirada adiviné que incluso la hubiese ayudado con un empujoncito a disfrutar la experiencia desde las mismas vías.
Llega el metro, nos montamos, y en la tercera estación el tren se estropea. Y los viajantes, que como ganado íbamos rebozados en ese vagón, fuimos amablemente expulsados del mismo a una estación al aire libre, al sol (a esas alturas, si el cuerpo se compone en un 75% de agua, el nuestro lo era en un 98/99 %), hacinados a esperar el siguiente metro.
El siguiente -que pasó unos diez minutos más tarde- venía tan lleno que no pudo subir nadie.
Por cierto, debo añadir que yo no hablo ni una palabra de francés más allá de oh la lá, foie y Truffaut. Esto hacía aquella experiencia aún más emocionante puesto que jamás entendía nada de lo que salía por megafonía ni por la boca de las hordas sudorosas que me rodeaban. Bien podían estar insultándome (y probablemente lo hicieron en multitud de ocasiones) que no me enteraba de nada.
Dos trenes más tarde esperados al sol rodeados de maletas y
franceses sudorosos cupimos a duras penas en un vagón cuyos olores no eran
precisamente a croissant y bollería francesa.
La vuelta no fue mucho más halagüeña.
No tuvimos mejor idea que la de seguir a Google Maps en la
penosa tarea de volver de nuestro hotel al aeropuerto (ahora sí, íbamos al
Charles de Gaulle, que debe estar en Bulgaria por lo que se tarda en llegar a
él).
Nos metimos en el metro, compramos nuestros boletos y allí
que nos hacinamos de nuevo hasta llegar a una estación de tren donde, según el
amable señor Google Maps, debíamos coger un autobús al aeropuerto. Sí, en una
estación de tren. Se mascaba la tragedia.
Tras comprobar que allí los autobuses que paraban eran los
normales de línea de vuelta a la capital, decidimos preguntar. Tras una cola
para nada breve (fin de semana, estación atestada: paciencia y batería del
móvil al 8%) un amable funcionario (éste sí, lo prometo, sin ironía) nos decía
guardando el detalle de no reírse de nosotros que Google Maps había adelantado
la fiesta de los Santos Inocentes en nuestro honor. Debíamos volver a montarnos
en el metro que nos trajo hasta aquí, pero en dirección contraria y tomar una
combinación totalmente distinta hasta el aeropuerto.
Pues muy bien.
Como mi paciencia y mi móvil habían bajado ya al 2% le dije
a mi compañero que, así me arruinase y se llevase el presupuesto completo de la
película, quería coger un taxi que me llevase directo al aeropuerto.
Y así lo hicimos.
Iluso.
Había un atasco monumental. Hora y media. ¡Hora y media!
metidos en un embotellamiento infinito y además el camino no parecía terminar
nunca, el aeropuerto parecía estar en otro hemisferio. Estuve por decirle al
taxista que ya diese un tironcito más y nos dejase directamente en Sevilla.
Pero no.
Y aquí viene la parte divertida (aún más).
El taxista va y... ¡se salta la salida al aeropuerto! Mi
compañero y yo no damos créditos. El taxista sigue y sigue, alejándose del
aeropuerto. What the fuck!?
Mi compi y yo empezamos a hablarle en inglés. El hombre no
habla inglés. Sólo francés. Entre balbuceos, señas y gritos nos explica que es
que hay una manifestación y está bloqueado el acceso. Llega al final de la
autopista, allá donde en los mapas antiguos decía que había monstruos, da la
vuelta y la carrera se encarece 25 euros más. Miramos el móvil, ni
manifestación ni cortes ni nada de nada.
Llegamos en algún momento del presente siglo al aeropuerto.
88 euros. Mi compañero, como buen productor, hace la negociación. Le daremos 60
euros, ni uno más. Protestas, había una manifestación y bla bla bla. Mi
productor, ni corto ni perezoso, se baja del coche y entra en el aeropuerto “a
preguntar”.
Y me deja a mí, solo, con las maletas, en el taxi con el
taxista loco ladrón francés. Pasé unos 4 minutos de lo más cómodos y agradables
en aquel taxi, con el taxista diciéndome cosas que yo no entendía pero que por
su tono de voz intuía.
Vuelve mi amigo, que ya ha preguntado. Que no hay
manifestación alguna ni cortes ni nada de nada, sesenta euros. Setenta replica
el taxista. Yo cojo mis bártulos y me bajo del taxi como quien no quiere la
cosa.
Habíamos llegado al aeropuerto y volvíamos a casa. No me lo
podía creer.
Y ahora que miro el post, me ha quedado más largo que el
camino de París al Charles de Gaulle, así que paro ya porque, además, ya te has
hecho una idea bastante cercana de mi experiencia en París.
Y sólo he hablado de la idea y la vuelta, que si me paro a
contar la estancia...
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