martes, 20 de febrero de 2007

Infancia

Sobre mis padres no quiero hablar mucho, primero porque no les he pedido permiso y tal vez se molestarían si viesen sus vidas retratadas aquí; y segundo porque tampoco dan para mucho, la verdad.

Eso sí, me hicieron pasar una infancia bastante original.

Yo era un niño bastante retraído. Estaba gordito, así que era el típico que colocan en la portería a la hora de jugar al fútbol porque en la segunda carrera ya estaba con la lengua por el suelo y porque, bueno, no es que fuera buen portero, pero al menos hacía más bulto que otro entre los palos. Imagino que con estos pocos datos se habrán hecho una fotografía mental del ridículo y patético ser que yo era. Y a ello contribuyeron mis padres con su poco ortodoxa educación.

Digamos que eran estrictos en un modo poco convencional. Es decir, no es que yo fuese muy travieso ni nada de eso, era sólo que su concepción de lo que es o no es una travesura era bastante ambigua. Con un ejemplo tal vez lo entiendan. Mi madre me apuntaba a natación durante los veranos (sin preguntarme, claro, igual que cuando me apuntaba a kárate, fútbol u otras mil cosas inútiles que practiqué de pequeño) y un año, al final de la temporada, se hacía una carrera entre todos los alumnos (o como se llamen los que se apuntan a los cursillo esos de natación). Bueno, como yo aquello lo hacía con poca convicción y ninguna gana llegó el final del curso y yo sabía nadar exactamente igual que un búcaro. Vamos, ni puta idea. Llegué el último, y eso que un socorrista se tiró para ayudarme a atravesar los tres cuartos de piscina que me quedaban cuando empecé a emitir señales de auxilio. Así que, a remolque, medio ahogado, y pasando una vergüenza terrible, llegué el último. Pero, aún así, me regalaron una camiseta, no sé si por lástima o porque les había sobrado, pero para mí no era sino otro signo más de humillación.

Es curioso, pero a esa edad es cuando el sentido de la vergüenza se tiene más desarrollado, seguramente porque los otros chavales de la misma edad, al tener poco desarrollado el sentido de la compasión, pueden llegar a ser crueles rozando lo nazi, lo cual hace que lo que a los veinte años te avergüenza, a los nueve te dé ganas de morirte. De modo que, con unas ganas de morirme que me salían por las orejas, volví a casa con mi “premio”, la dichosa camiseta.

¿He dicho ya que yo estaba gordito? Pues bien, si lo hice me retracto, yo no estaba gordito, estaba muy gordo, era una diminuta y pálida bola de grasa con ojos tristes y mucho sentido de la vergüenza. El caso es que, para rematar la faena del día, la camiseta que me regalaron me estaba pequeña. No contaron con que un niño que se hubiera pasado todo el verano recibiendo clases de natación pudiera conservar al final del mismo el diámetro ventral del muñequito Michelín. Pero yo siempre he sido una excepción para ese tipo de cosas. Me fui con mi madre a casa y ella quiso que me probara la camiseta (matizo que fue ella la que quiso porque yo lo único que deseaba era olvidar para siempre aquel desolador episodio de mi vida infantil). Pero la camiseta no entraba. Ella insistía en que fuese yo el que me la pusiera, que ya era mayorcito para vestirme solo, y el hecho de que la susodicha no entrase por mi cilíndrico cuerpo era, únicamente, culpa mía. Ella estaba cada vez más enfurecida, hasta el punto de empezar a gritarme como una energúmena mientras yo, con mis ocho o nueve años de edad y mi cuerpecito trabajado a base de una dieta nada equilibrada y muy rica en donuts y similares, trataba de entrar entre aquellos pliegues de tela hasta que quedé atrapado con los brazos anudados en algún lugar alrededor de mi cabeza. Yo, claro, impotente, gordo y con el recuerdo aún fresco de mi experiencia en la piscina, empecé a gimotear.

Si esto fuese una de esas novelas americanas de mil millones de páginas que se encuentran en las estanterías de las grandes superficies como si se tratase de muestras de queso en oferta, mi madre me hubiese ayudado y me hubiese enseñado a ponerme la camiseta, aparte del hecho de haberse percatado del detalle de que me estaba como quince tallas pequeña (cosa que un ciego hubiese podido observar a kilómetros). Pero, y a riesgo de parecer previsible, ya se imaginará que ella no hizo nada de eso.

Sin cortarse un pelo, me cogió con la camiseta a medio meter mientras yo forcejeaba por salir de ella, y me puso de patitas en la calle.

Sí, como suena, me echó de mi casa. Menuda estampa. Una bolita parecida a un crío envuelta en tela blanca con los logotipos de una piscina municipal emitiendo sollozos en la puerta de su casa. Y no crean que la situación duró uno o dos minutos. Nada de eso. Fue aproximadamente una hora el tiempo que pasé forcejeando hasta conseguir sacarme ese trapo endemoniado del cuerpo, quedando con mi torso michelínico al desnudo. ¿Recuerda que dije que yo tenía el sentido de la vergüenza muy desarrollado? Pues en aquel momento los niveles se dispararon hasta el infinito. Hasta que llegó una vecina (nunca olvidaré su nombre: Kati). Sé que una mujer madura, ama de casa y madre de familia, lo último que haría al ver a un crío en mi situación sería reírse de él. Pues yo juro que en aquel momento sentí que lo hacía. En serio. Me dio la impresión de que iba a estallar de la risa, de que iba a explotar y me iba a pringar de trocitos de vecina desconsiderada. Imagino que aquella sensación fue más bien subjetiva fruto de mi henchido sentido de la vergüenza. El caso es que ella llamó a mi casa y poco recuerdo de lo que ocurrió después. Supongo que aquella señora pediría algún tipo de explicación a mi madre y ella defendería su actitud con algún argumento convincente de los suyos del tipo “¿Y tú quién eres para meterte donde no te importa?”.

El caso es que esta anécdota ilustra muy bien la montaña rusa que fue mi infancia.

1 comentario:

La del tronco. dijo...

Me vas a dejar que no firme, para evitarme líos. Aunque sabes quién soy, niño. Mi ex era igual con mi hijo, pero con cuatro/cinco años en vez de con ocho. Le llamaba gordo, le chillaba por cosas que el pequeño no entendía, jamás mostró empatía... claro que yo lo evitaba si estaba delante, pero a veces no llegaba a tiempo. Si llegaba a tiempo, le gritaba yo a él (a mi ex) para redigir la bronca a mí y que dejara al peque en paz. A veces simplemente callaba. Otras se cabreaba conmigo por "dejarle en evidencia". Me daba igual, lo primero siempre fue la delicada autoestima de mi pequeño. Una vez no conseguí callarle, y mi niño tuvo que presenciar momentos agrios. Me vengué a mi manera. Pregúntamelo cuando nos veamos, porque a mí se me olvidará. Pero no lo puedo poner por escrito. A lo mejor hasta nos reímos. Besos.