jueves, 10 de mayo de 2007

Primeros escritos

Escribí docenas y docenas de historias breves que pronto comenzaron a estar dominadas por el diálogo. Así surgieron mis primeras escenas teatrales cortas, algunas de sólo una o dos páginas. Todas eran diferentes pero, en general, tenía un nexo común: el humor. Sólo podía ponerme serio cuando me reía. Eran muchas las cosas que me preocupaban del mundo, pero por encima de todas estaba la falta de libertad. Yo era (y soy) un determinista convencido, para mí la libertad del individuo no existe, sino que todas nuestras acciones y todo el camino que recorremos en la vida están determinados por el entorno social y nuestras circunstancias particulares, desde el hecho de nacer en un país que no elegimos hasta el de poseer un idioma nativo que nos es impuesto. A partir de ahí, todos son determinismos: la carrera que estudiamos, el trabajo, nuestra familia, la religión que profesamos, etc. Todo forma parte del plan inconsciente colectivo que decreta nuestro sendero designado. No temas, no voy a seguir enrollándome con esta monserga, para abordar y explorar estas preocupaciones usaba mis relatos cortos y mis escenas teatrales, pero no voy a hacerlo aquí y ahora (tal vez más adelante, si me acuerdo). La mayoría eran incomprensibles para los otros chavales de mi edad, que me miraban con pasmo cuando yo leía mis historias en clase y reía con algún chiste que no entendía ni el profesor. No es que mi humor fuese muy culto ni nada de eso, simplemente era demasiado extravagante, abstracto y, a la postre, inaccesible para la mayoría. Sin embargo, fue mi profesor de literatura de Bachiller el primero que me alentó a seguir escribiendo. Adoraba mis historias. Muchas de ellas no me gustaban ni a mí, pero él estaba convencido de que yo servía para esto de escribir e incluso me introdujo como colaborador a la revista literaria del instituto que él dirigía. Escribí en ella algunos relatos como el que a continuación transcribo (el cual, por supuesto, puedes saltarte si quieres):

-Rojo. Rojo intenso. Rojo oscuro... y no me refiero al típico rojo chillón que representa toda aquella mente a la que se le introduce el vocablo “rojo”. Hablo de un rojo grisáceo, manchado con tintes oscuros, aunque de muchas tonalidades. Tampoco me refiero a un rojo bermellón rosáceo, propiamente atribuido a la boca, la lengua, las amígdalas... No. No me refiero al rojo vino impactante que obliga a volver la vista atrás para adecuarla. No, yo no veía el rojo del atardecer, del amanecer, el rojo del arco iris, el rojo de una rosa, el rojo de un tomate o el de los labios más presuntuosos. El tinte que cubría mi vista era otro rojo, un rojo que quizá en la capa de un torero no escandalizaría ni al toro más bravo. Un rojo parecido al del fuego, pero sin su fuerza ni su luz. Era el rojo de la sangre cuajada lo que iba cubriendo mi vista. Todo iba tomando tonos rosáceos antes de convertirme... y me asusté. La camisa parda de mi atacante se iba sonrojando hasta enrojecer absolutamente, al igual que sus sucios pantalones vaqueros azules, su cara, casi invisible por la sombra del enorme camión de frutos secos que había junto a él, se volvía color magenta mientras pasaban los segundos. Le aseguro que hasta entonces yo era daltónico, pero aquel rojo lo percibía claramente... y me asusté.
-¿Qué más ocurrió?
-Ya lo he contado más de mil veces a lo largo de estos tres años: Aquel tipo bajó el arma tras vaciar el cargador en mi cabeza, luego se fue corriendo.
-¿Y después?
-Caí sobre mis rodillas, los párpados me pesaban... y me asusté.
-¿Continuaba todo de color...
-Sí. Observé mis manos, estaban llenas de sangre. Sé que era sangre por la lógica de la intuición, porque yo sólo veía manchas negras sobre un todo de color rojizo. Las sombras de la noche ayudaban a crear un rojo gótico, como sacado de una película inglesa. Me encontraba sentado sobre un charco negro como el petróleo y, por tanto, rojo como lo que era: sangre. Levanté la vista hacia el cielo. La luna llena sobresalía con entusiasmo en un cielo verde sirena, su rojo electrizante y misterioso me hacía presagiar lo peor... y me asusté.
-¿Qué le hizo presagiar?
-Creo que es obvio, ¿no? Volví a bajar la vista; ya no podía seguir con los ojos abiertos, ni tampoco podía cerrarlos. Lo que hacía unos segundos estaba enrojecido se iba oscureciendo a mis pies; las líneas se curvaban paralelamente hasta enrojecer: cerré los ojos. Los tonos magenta y granate de antes se volvieron rojo ocre, y aún no perdía la visión.
>>Estuve así por varios minutos, con las rodillas y las manos apoyadas en el suelo.
-¿Fue entonces cuando...
-Sí. Llevaba en el suelo unos diez minutos cuando, aún con los ojos cerrados, noté el resplandor. El color rojizo había desaparecido por lo que la luz naranja semáforo fluorescente inconfundiblemente cegador me asustó con la vista apagada.
-¿Y abrió los ojos?
-Sí. Reuní todas mis fuerzas y los abrí. Entonces fue cuando lo comprendí. Estaba claro ahora que existía el color y que mi visión se había transmutado. Yo había muerto. Y al instante me transformé. Intenté atacar a aquel hombre, eso es probable, aunque no lo recuerdo, y él se defendió disparándome a bocajarro. Mi daltonismo desapareció en el mismo instante en que fallecí y la metamorfosis se produjo. La revelación fue inmediata. Cuando pronuncié mi primera palabra, entonces todo estuvo claro. Nunca olvidaré aquella palabra: picaporte. Picaporte. ¿Por qué ésa y no otra? No se lo podría decir. Pero cuando dije “picaporte” todo adquirió sentido completo. Ya no volvería a aullar a la luna en mis noches noctámbulas. No volvería a caminar a cuatro patas. Ni vomitaría al comer la verde y fresca hierba del parque. Ahora era un hombre, un ser humano. Ya no era un perro, ni volvería a serlo nunca más... picaporte. Picaporte.
-Bien, puedes irte.
-¿Irme?... ya veo que usted como todos doctor. No me cree, ¿verdad? Y ahora recomendará al pabellón psiquiátrico que debo permanecer en observación otros tres años, ¿verdad?... cuando le vi entrar por esa puerta pensé que, tal vez, usted sería distinto, que tendría visión, que sabría ver la verdad, pero no... ya veo que es usted como todos.

En fin, un bonito estudio sobre el color rojo que realicé con unos quince años. Como se puede ver, ya acudía al diálogo como medio de expresión, lo que presagiaba mis inclinaciones dramáticas que posteriormente cristalizarían.

Después del instituto, y tras mucho meditarlo, decidí entrar en la Escuela de Arte Dramático, para estudiar interpretación. ¿Por qué? No lo sé. Supuse que sería el medio adecuado para llegar a la creación literaria en la cual, hasta el momento, me desenvolvía mejor: el teatro. No pienses que ya me había olvidado del cine, ni mucho menos, simplemente pensé que el teatro sería un buen medio de acceder hasta él.

Dado que en Sevilla no había especialidad dramatúrgica acabé, como digo, estudiando interpretación. Y, tras mi profesor de literatura de Bachillerato, fue mi profesor de Dramaturgia de la Escuela de Interpretación quien me dio el espaldarazo decisivo que yo necesitaba para, definitivamente, dedicar a la escritura dedicación plena. Mi profesor creía en mí como nadie, le gustaban mis piezas teatrales e incluso me convenció para que abandonase la Interpretación y me declinase por completo a mi auténtica vocación. Cosa que hice.

Por supuesto, a estas alturas ya te habrás dado cuenta de que todos se equivocaban. No, yo no valgo para escribir, como se deduce de las pocas páginas que preceden a la presente. Es todo una falacia. No tengo la imaginación suficiente y me manejo con el lenguaje igual que con la música o la pintura: a duras penas y con mucho esfuerzo. No tengo talento, sólo algo de tesón y mucha cabezonería, pero eso no es suficiente. También me falta cultura, sentido común (soy demasiado inmaduro) y, sobre todo, tener los pies en la tierra. Yo no soy escritor, sólo un mentiroso que intenta hacer creer a los demás que sus mentiras son muestras de arte.

¿Por qué entonces sucedió todo lo que sucedió? Tengo una explicación, pero antes de darla, por lógica narrativa, debería contar lo que sucedió. Fue lo siguiente.

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