viernes, 29 de agosto de 2014
El ser humano
A veces me dan ganas de renunciar al pasaporte de ser humano y nacionalizarme berenjena.
lunes, 25 de agosto de 2014
Yo fui director de un coro rociero
Te estarás preguntando, ¿y qué mierda
rara me va a contar ahora éste con ese título que, como siempre, será algún
tipo de metáfora o chistecillo?
Pues no, no lo es.
Y es que yo fui director de un coro
rociero. Literalmente.
Tenía 18 añitos, criatura, y en un coro
rociero de mi barrio se enteraron que yo había estudiado en el conservatorio
por lo que debía tener conocimientos de música. El guitarrista del grupo se
acercó a hablar conmigo. Yo por aquel entonces no sabía ni qué coño era un coro
rociero, había estudiado dirección de coro clásico en el conservatorio y
pensaba que sería lo mismo así que acepté.
Criatura.
La dirección de coro que yo había
estudiado se fundamentaba en el solfeo, por supuesto, mientras que para dirigir
un coro rociero los conocimientos que necesitas versan más sobre tipos de botos
camperos y razas de bueyes. Pero claro, eso yo no lo sabía en aquel momento.
Criaturita.
Ni que decir tiene que no duré mucho en el coro. Bueno, de hecho sí, estuve al frente de aquel despropósito unos cuantos meses, lo cual es una barbaridad, y en ese tiempo mientras yo trataba de enterarme de cómo se escribían y dirigían unas sevillanas (rocieras, eh, que no es lo mismo) ellos intentaban hacerme entender que por más que les diera las partituras de las canciones que yo componía no iban a aprender jamás en su vida a leer solfeo.
Y así pasé parte de mis dulces dieciocho.
sábado, 23 de agosto de 2014
Acotaciones
Hay diversas teorías acerca de las
acotaciones: muchos piensan que deben ser una parte artística, allí donde el
autor/narrador tiene más libertad a la hora de ejercitar su genio literario; y
después está quien considera a las acotaciones como una pieza práctica que hay
que abordar de la forma más técnica posible.

Con esta misma regla deducimos que
aquellas acotaciones imposibles de llevar a cabo deben también ser suprimidas y
sustituidas por explicaciones realizadas mediante la acción o el diálogo. Para
explicar esto utilizaré un ejemplo de David Mamet:
“Nick, un treintañero con afición a lo
insólito.” Esto no se puede filmar ni representar. ¿Cómo lo haces? “Jodie, una
pasota deslenguada que lleva treinta horas sentada en un banco.” ¿Cómo puedes
hacer esto? No se puede. Excepto mediante la narración (visual o verbal).
Visual: Jodie mira el reloj. Fundido. Ahora son treinta horas después. Verbal:
“Joder, a pesar de lo moderna que soy, es una lata llevar treinta horas sentada
en este banco.”
Todo aquello que no pueda ser representado hay que sacarlo de la
acotación y convertirlo en acción o en diálogo, pero con cuidado de no caer en
la ingenuidad, en la exposición prolongada o en el “como tú ya sabes”.
Otras acotaciones reales
sacadas de las páginas de guiones reales y que pueden servir de ejemplo de lo
que no hay que hacer son:

“Él entra en la habitación y le
odiamos... le odiamos a muerte.”
¿Lleva un letrero en la frente en el que dice “Odiadme... odiadme a muerte”?
“Por la ventana se ve Nueva York en
todo su cruel esplendor.”
“Él quiere cogerle de la mano... ¿o
tal vez no?” O tal
vez sí... o puede que no... ¿quién sabe?
“Todos podemos darnos cuenta de que
esta gente ha vivido mucho.” ¿Y cómo nos damos cuenta? ¿Son todos viejos?
Pues ponga usted eso: “son todos muy viejos” y déjese de marear la perdiz.
“En el exterior, el barrio tenía el
aspecto que era de esperar después de lo sucedido.” Sin comentarios.
Por otro lado, aunque las acotaciones
han de ser visuales el guionista no tiene la responsabilidad de especificar las
tomas de la cámara o la terminología de rodaje (primer plano, panorámica, etc),
ése es trabajo del director. En las acotaciones describimos la acción, a los
personajes, los decorados y lo debemos hacer de forma clara y sencilla, sobre
todo para que nadie luego “reinterprete” lo que decimos. Si decimos “azul”:
azul es azul. Si decimos “el color del mar al amanecer”, ¿qué narices estamos
diciendo? El director podría interpretar el color que quisiese y luego que
nadie se queje si acaba poniendo “rojo” (¿cómo sabes tú de qué color amanece en
el pueblo del director?).
Decía Eric Bentley que un dramaturgo
que escribe demasiadas acotaciones es un novelista que no se ha encontrado a sí
mismo. Tal vez esto sea una exageración, pero se aproxima mucho a la realidad.
Que los personajes hablen o actúen, no lo haga usted a través de unas
acotaciones que, al fin y al cabo, el público no va a leer.
domingo, 10 de agosto de 2014
Mi divorcio
Lo primero es que a estas alturas aún no había advertido de que estaba casado y, de pronto, salto con que estoy divorciado. Sí, he pasado por todos los estados civiles conocidos... menos el de viudo, pero tiempo al tiempo.
Si mi boda fue de chiste (ya hablaré de ella, si me acuerdo) mi divorcio no se quedó atrás.
La mañana de mi divorcio habíamos quedado (mi por entonces esposa y yo) con un abogado en la puerta de los juzgados, pues él debía acompañarnos a la sala. Nos advirtió que un divorcio, en realidad, es un juicio, con juez y todo, de ahí la necesidad siempre de un abogado. De hecho, por eso se llama “demanda de separación”. Pues bien, lo que vivimos en aquel edificio se parecía a cualquier cosa menos a un juicio.
Llegamos y el juez no estaba, claro, ¿qué esperaba? No había sitio donde esperarle así que en una sala que parecía sacada de la película “Brazil” sólo que el presupuesto del decorado sólo llegaba para la mitad (la sala era inmensa y sólo media estaba habilitada) nos encontramos ella, yo y el abogado. Ah, y otro abogado (así éramos cuatro esperando, más compañía), amigo del nuestro que no sé muy bien qué pintaba en todo esto pero que allí estaba. Nos pusimos al día de lo bien que va la administración mientras esperábamos de pie entre trabajadores del Estado: el programa informático era nuevo, y o no funcionaba o nadie sabía (aún) cómo hacerlo funcionar. La impresora tampoco iba, y la mitad de los responsables de las distintas áreas aún no había llegado a su puesto de trabajo (incluyendo al juez, recordemos). Lo fuerte de todo es que después de la falta de respeto que el juez tuvo con nosotros al aparecer tarde, todos allí teníamos la obligación de dirigirnos a él como ”Señoría” si no queríamos una denuncia por desacato.
Una vez llegó el juez... bueno, supongo que llegó porque empezaron a atendernos, aunque yo no vi a juez ninguno por allí. El caso es que nos llevaron a un rinconcito de la sala llena de mesas y trabajadores que lo mismo contaban cómo les había ido el fin de semana en la playa que se cagaban en la madre que parió al ordenador que siempre se quedaba colgado. En el rinconcito había un perchero y una ventana. Sí, solo eso, ni sillas ni nada parecido, allí otra vez el grupito marginal de pie, como castigado Nos dijeron que nos llamarían de uno en uno para pasar a firmar. Pensé que por fin iba a ver una sala de juicios como dios manda, con su juez y todo. Que me lo había creído. Nos llamaban de uno en uno... pero la señora de la mesa que estaba a medio metro de nosotros. O sea, decían mi nombre, yo daba un paso y medio hasta la mesa de la señora, firmaba y ya me podía retirar... a mi rincón de castigo. El hecho de hacerlo de uno en uno era por si el divorcio no era amistoso... en cuyo caso, si los contrayentes (o como se les diga a los que se van a divorciar) no se pueden ni ver, ¿qué sentido tiene dejarlos juntos en un rincón de dos metros cuadrados... y de pie?
Eso sí, todo con mucho protocolo, que si aquello era una chapuza, por lo menos la apariencia debía ser de lo más respetable. Decían el nombre del que fuera, que se acercaba con su abogado (recordemos, dos pasitos), firmaba en varios papeles y lo retiraban de nuevo a la “sala de espera” (recordemos, el rincón de la percha).
Una vez firmados esos papeles, se acabó. Ya estábamos divorciados.
Curioso, yo siempre pensé que pasaría mi vida en el estable y libertino estado de la soltería y no sólo acabé en el monótono y tradicional estado del matrimonio, sino en el resentido e impopular divorcio. Y no me arrepiento. Hay que probarlo todo en esta vida... y ya digo que me falta la viudez, ¿alguna que quiera casarse conmigo?
Si mi boda fue de chiste (ya hablaré de ella, si me acuerdo) mi divorcio no se quedó atrás.
La mañana de mi divorcio habíamos quedado (mi por entonces esposa y yo) con un abogado en la puerta de los juzgados, pues él debía acompañarnos a la sala. Nos advirtió que un divorcio, en realidad, es un juicio, con juez y todo, de ahí la necesidad siempre de un abogado. De hecho, por eso se llama “demanda de separación”. Pues bien, lo que vivimos en aquel edificio se parecía a cualquier cosa menos a un juicio.
Llegamos y el juez no estaba, claro, ¿qué esperaba? No había sitio donde esperarle así que en una sala que parecía sacada de la película “Brazil” sólo que el presupuesto del decorado sólo llegaba para la mitad (la sala era inmensa y sólo media estaba habilitada) nos encontramos ella, yo y el abogado. Ah, y otro abogado (así éramos cuatro esperando, más compañía), amigo del nuestro que no sé muy bien qué pintaba en todo esto pero que allí estaba. Nos pusimos al día de lo bien que va la administración mientras esperábamos de pie entre trabajadores del Estado: el programa informático era nuevo, y o no funcionaba o nadie sabía (aún) cómo hacerlo funcionar. La impresora tampoco iba, y la mitad de los responsables de las distintas áreas aún no había llegado a su puesto de trabajo (incluyendo al juez, recordemos). Lo fuerte de todo es que después de la falta de respeto que el juez tuvo con nosotros al aparecer tarde, todos allí teníamos la obligación de dirigirnos a él como ”Señoría” si no queríamos una denuncia por desacato.
Una vez llegó el juez... bueno, supongo que llegó porque empezaron a atendernos, aunque yo no vi a juez ninguno por allí. El caso es que nos llevaron a un rinconcito de la sala llena de mesas y trabajadores que lo mismo contaban cómo les había ido el fin de semana en la playa que se cagaban en la madre que parió al ordenador que siempre se quedaba colgado. En el rinconcito había un perchero y una ventana. Sí, solo eso, ni sillas ni nada parecido, allí otra vez el grupito marginal de pie, como castigado Nos dijeron que nos llamarían de uno en uno para pasar a firmar. Pensé que por fin iba a ver una sala de juicios como dios manda, con su juez y todo. Que me lo había creído. Nos llamaban de uno en uno... pero la señora de la mesa que estaba a medio metro de nosotros. O sea, decían mi nombre, yo daba un paso y medio hasta la mesa de la señora, firmaba y ya me podía retirar... a mi rincón de castigo. El hecho de hacerlo de uno en uno era por si el divorcio no era amistoso... en cuyo caso, si los contrayentes (o como se les diga a los que se van a divorciar) no se pueden ni ver, ¿qué sentido tiene dejarlos juntos en un rincón de dos metros cuadrados... y de pie?
Eso sí, todo con mucho protocolo, que si aquello era una chapuza, por lo menos la apariencia debía ser de lo más respetable. Decían el nombre del que fuera, que se acercaba con su abogado (recordemos, dos pasitos), firmaba en varios papeles y lo retiraban de nuevo a la “sala de espera” (recordemos, el rincón de la percha).
Una vez firmados esos papeles, se acabó. Ya estábamos divorciados.
Curioso, yo siempre pensé que pasaría mi vida en el estable y libertino estado de la soltería y no sólo acabé en el monótono y tradicional estado del matrimonio, sino en el resentido e impopular divorcio. Y no me arrepiento. Hay que probarlo todo en esta vida... y ya digo que me falta la viudez, ¿alguna que quiera casarse conmigo?
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