jueves, 12 de julio de 2007

El Hotel

Hasta la fecha se puede decir que las mujeres no habían sido un problema para mí. Quizás por la razón de que han sido pocos los objetivos que en mi vida me he marcado en ese sentido. Yo siempre he estado más preocupado por un sinfín de cosas antes que por las mujeres, lo cual no las hacía un elemento imprescindible en mi vida. Pero claro, como para todo el mundo, imprescindible no quiere decir necesario. De modo que como mis escarceos eran pocos, también eran pocos mis fracasos, con lo cual mi nivel de éxito con las mujeres era bastante alto. Sin embargo, el tema de mi nuevo objetivo estaba empezando a indigestárseme, llevaba ya nueve meses de intensos trabajos y aún los frutos no aparecían.

Decidí coger el toro por los cuernos, como suele decirse. Iba a emplear un arma definitiva que esperaba no me fallase, iba a tener que invertir mucho en ello, pero estaba convencido de los resultados. Ninguna hembra humana (o de otra especie) se hubiese podido resistir a mi último as.

Me hice con las Páginas Amarillas y busqué en la H: Hoteles. Junto a cada uno observaba el precio de las habitaciones, con lo cual no tardé en descartar los de cinco estrellas. Pero algunos de cuatro podían entrar dentro de mis posibilidades y, a fin de cuentas, era sólo una estrellita menos, ¿qué diferencia iba a haber? ¿En unos iba a haber cama y en los otros no? Llamé, al azar, al primero que aparecía y pregunté por el precio de las suites... ¿y de las habitaciones corrientes? Reservé una para el sábado. Todo tenía que ser una sorpresa, de modo que disimulé durante toda la semana mientras recapacitaba sobre cómo iba a hacerla ir hasta el hotel sin que se diese cuenta del embolao. No se me ocurrió nada. Llegó el sábado y yo no tenía ni idea de cómo la iba a camelar para que llevase ropa de baño (por la piscina, claro, ya que iba en el precio, había que usarla) a algún sitio indeterminado. Por otro lado, yo no tenía ni coche ni permiso de conducir, ni ella tampoco, así que, además, debía convencerla de que cogiese el autobús adecuado que la dejase en la puerta del hotel. Aquello empezaba a augurarse como otro desastre más a apuntar en mi brillante currículum de catástrofes.

Pero no. Esta vez no. Cogí el teléfono y la llamé. Le dije lo primero que se me ocurrió, que cogiese ropa de baño y me esperase en la parada del autobús número 2. A sus preguntas le respondí... sin responderle. Mi ingenio no estaba muy boyante en aquellos momentos y no sabía qué inventarme así que, ¿para qué inventar nada? “Tú ve”. Y fue. Supongo que le picó la curiosidad.

Al vernos en la parada, ella seguía haciendo preguntas y yo sin responder. Estaba muy escamada, ¿adónde la llevaba en autobús y con un bikini en el bolso? Empecé a meditar sobre la situación y la verdad es que era bastante lamentable. Visto así, los dos en un autobús regular de línea, de pie porque no quedaban asientos y ella con un bikini arrugado en el bolso, la cosa no empezaba de forma muy cautivadora que digamos. En fin, esperaba que las cosas cambiasen al llegar al Hotel en cuestión.

Una vez nos bajamos del autobús, éste no dejaba precisamente “en la puerta del hotel”, sino a diez minutos de caminata del mismo. El romanticismo de la situación se podía equiparar al de un bocata de calamares, pero quería albergar la esperanza de que todo se solucionase.

Y llegamos al sitio. En fin, balbuceé alguna explicación para mi atrevimiento deseando que no me diese un bofetón por atrevido y me dejase plantado. No lo hizo. Entró encantada. La verdad es que el sitio era una pasada: el hall era amplio y lujoso, adornado con motivos florales exóticos, cascadas artificiales y todo tipo de pijadas semejantes. Exploramos la estancia cual Paco Martínez Soria recién llegado del pueblo a la gran urbe con su gallina a cuestas. Era obvio que nos movíamos por allí como dos marcianos, rodeados de personajes enchaquetados, con maletines más caros que el piso en el que yo vivía y señoritas sacadas de los pósters centrales del Playboy. Pero allí estábamos, tan encantados. Tras dar alguna entusiasta vuelta por el recinto atrayendo más de una mirada de algún empleado tentado de echarnos a patadas, me acerqué a la recepción y pedí la llave que tenía reservada. Se encontraba en la segunda planta, y el ascensor era de esos con vitrina transparente a través de la cual puedes ver el suelo alejarse de ti mientras subes. Creo que bajamos y subimos por el susodicho unas cinco veces, alucinados de la tontería (recordemos que ambos teníamos 19 añitos... qué monos).

Una vez en la puerta de la habitación ya alucinábamos por el mero hecho de que la llave no era tal, sino una tarjeta. Y ya dentro, para qué contar: hilo musical, temperatura graduable... acabábamos de dar un salto al siglo XXII, por lo menos. Ella estaba entusiasmada, pero nada comparado con el placer que yo sentía ante mi inminente victoria.

Debido a la aventura del autobús y a mi indecisión, llegamos al hotel cuando ya anochecía, de modo que bajamos al restaurante a cenar.

El restaurante era del todo normal y corriente, aunque en aquel momento hubiéramos jurado estar en el Waldorf Astoria. Todo nuestro glamour se vio claramente reflejado en el plato que pedimos para cenar: espaguetis con tomate. Dado que ella no había dicho en su casa que no iba a aparecer en toda la noche, le dejé mi móvil (ella no tenía, otro detalle que a mí me pareció otorgarme puntos) para que llamase a su madre, que se quedó tan perpleja como ella cuando le explicó la causa de su demora.

Como yo ya estaba lanzado me salté las pocas dosis de sentido común que aún albergaba dejando en el restaurante una propina de 1.000 pesetas (aún no había llegado los euros, fíjese si me he hecho mayor), cosa que jamás he vuelto a hacer en mi vida y que en su momento pensé me otorgaba mayor señorío. Hoy sólo siento que me otorgó estupidez, como es natural.

Tras la glamourosa cena y mi subsiguiente acto de estupidez, subimos a la habitación. Como ya dije, dejarse un riñón en la cuenta de un hotel de lujo, a priori, es como comprar todas las papeletas de la tómbola. Pero, como suele sucederme a mí, la tómbola estaba cerrada. Vamos, que no coló. Disfrutamos de lo lindo de aquella habitación, vaciamos el bar, utilizamos todas las mantas... pero no salí de allí con mi ansiado “sí, quiero”. Y me había costado un ojo de la cara.

Por la mañana temprano fuimos a desayunar nuevamente al bar, donde yo ya no dejé ni un céntimo de propina y, después, a la piscina. No me apetecía nada bañarme, especialmente después de mi fracaso, pero el chapoteo iba incluido en el precio, así que no iba a salir de allí sin hacer uso de él. La piscina estaba vacía a excepción de nosotros dos, lo cual hizo más agradable la estancia. Ella estaba encantada (a ver si no) y yo, en parte también, a fin de cuentas, había disfrutado de todos los lujos que me podía ofrecer aquel hotel.

Tras el remojón, recogimos nuestros enseres y nos marchamos de allí, era domingo y teníamos un programa de radio que hacer por la tarde, el mismo programa de radio que casi un año antes había sido mi inútil tapadera, igual que ahora lo era aquel Hotel.

La moraleja de todo esto es que ligar cuesta un ojo de la cara y la masturbación es gratis. Supongo. Yo qué sé.

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